lunes, 14 de enero de 2008

77 Euros...

El golpe con el bate de béisbol, en la cabeza de la anciana, fue brutal.

Estaba sentada, adormilada, en un viejo sofá que tenía unas puntillas blancas adornando el cabecero del respaldo del sofá. El golpe le vino desde atrás. La anciana ni se enteró. Sólo sintió un ruido, como un susto, y de pronto se le apagó la luz, se le apareció el vacío negro y todo acabó. La televisión encendida seguía emitiendo, en esos momentos, unos anuncios.

El cuerpo quedó tendido sobre su costado izquierdo, caído sobre el sofá, derramando sangre y restos de una cabeza abierta y aplastada en su lado derecho. Ni un grito, ni un ruido, ni un lamento, nada extraño, tan sólo el golpe del bate de béisbol al golpear la cabeza de la anciana.

El joven, con un pasamontañas cubriéndole la cabeza, dejó el bate apoyado en el respaldo del viejo sofá y comenzó a abrir y cerrar cajones de armarios y estanterías, sacando todo a puñados y arrojándolo lejos de sí. Iba de un lado a otro, entrando y saliendo de las distintas habitaciones del pequeño piso, dejando todo revuelto, arrojado por todos sitios, dejando caer en el suelo algunos cajones de alguna cómoda.

En un armario ropero donde escasamente había tres o cuatro vestidos de color oscuro colgados de unas perchas de plástico, y con unas cuantas sábanas, colchas y mantas dobladas y plegadas en la base del mismo, encontró un bolso negro, pequeño, cerrado con una cremallera a todo lo largo de su parte superior. Lo abrió y ensanchó para ver, de una ojeada, todo su interior. Había un monedero con unos pocos billetes y algunas monedas en uno de sus bolsillos interiores: 77 euros en total.

Se metió ese dinero al bolsillo y arrojó el bolso contra la pared lanzando un juramento. En una cajita de madera, de esas de puros, encontró unos medallones antiguos, algunos pares de pendientes sueltos, un par de anillos, alianzas de matrimonio, un viejo y anticuado collar de perlas de imitación, bisutería y baratijas, en definitiva; alguna vieja foto y unos sellos con parte del sobre del que fueron separados pegado todavía a los mismos. Arrojó la caja contra la pared tras meterse los medallones, anillos y collar en los bolsillos.

Volvió al salón donde había dejado a la anciana y se sentó en un sillón situado a su costado. Dio una patada a la pequeña mesa que había ante él arrojándola casi contra la pared de enfrente. La televisión seguía emitiendo anuncios.

Se levantó y recogió el bate. Se dirigió hacia la puerta del piso con intención de salir. Apoyó el oído contra la puerta por ver si se oía algo que le impidiera salir en ese momento. Miró por la mirilla de la puerta, una con un gran angular que le permitía ver casi todo el pasillo que se extendía frente a la puerta del piso.

Ni vio ni sintió nada. Permaneció unos segundos apoyado con su espalda contra la puerta, sin moverse, mirando al techo blanco del recibidor del piso. Por fin se decidió a salir. No había vuelto a mirar por la mirilla de la puerta desde la primera vez. Abrió la puerta con cuidado de no hacer ningún ruido mientras, con una mano, se quitaba el pasamontañas de la cabeza.

Los ojos se le abrieron como compuertas al encontrarse frente a él y a punto de introducir la llave en la cerradura, al hijo de la anciana, un joven oficial de la policía local que, como cada tarde, venía a visitar a su anciana madre.