viernes, 8 de febrero de 2008

Los cinco escalones

Era Noche de Difuntos. Día de Todos los Santos. Esa noche en la que algunos se disfrazan de cadáveres, de monstruos, de fantasmas, de muertos vivientes, vampiros...o de princesitas, abejorros, guerreros medievales, Alicia en el País de las Maravillas, Blancanieves...

Esa noche en la que, algunos, toman la diversión como una apuesta a ver quien bebe más, quien aguanta más, quien hace la mayor estupidez. Y este es el caso que nos ocupa.

Un grupo de jóvenes de ambos sexos y de unas edades comprendidas entre los 16 y los 20 años decidieron, con el valor que da el alcohol y la valentía que genera un grupo de personas, ir a las doce de la noche al cementerio de la localidad, distante unos quinientos metros de las últimas casas de la población.

Con sus disfraces, sus risas, sus tragos de las botellas, ahora yo, ahora tú, fueron acercándose, a la hora elegida, hasta las puertas del cementerio, totalmente a oscuras, sólamente acompañados por el reflejo lejano de las últimas luces de las calles más cercanas al campo santo.

Para acceder a la puerta del cementerio hay que atravesar una verja de cosa de un metro de altura y que bordea y proteje cinco escalones semicirculares de granito. Una vez atravesada la mencionada verja y ascendidos los cinco escalones semicirculares, ya estamos en la misma puerta del campo santo, compuesta por una enorme puerta de rejas de doble hoja a través de la cual se podían apreciar, en la semioscuridad, los perfiles de las cruces y figuras que adornaban las sepulturas más cercanas a la puerta.

Alguien del grupo mandó callar con el dedo índice en sus labios: la puerta del cementerio estaba entreabierta, cosa totalmente anormal.

Se acercaron todos los del grupo, seis en total, hasta la misma puerta, agarrándose a las barras de la misma y tratando de ver y oír algo en su interior. No se oía nada.

Algunos comenzaron a bajar las escaleras. El miedo, el temor, o el poco sentido común que aún pudieran tener, parecía hacer acto de presencia en sus mentes alcoholizadas.

- Pues yo entro...-dijo una joven abriendo la puerta despacio.

- ¡Vámonos, venga...vámonos...-dijo uno de ellos mientras todos comenzaban a descender los cinco escalones que llevaban hasta la verja de salida.

La joven, abriendo la puerta totalmente, entró, adentrándose por el pasillo central del cementerio, bordeado de altos cipreses y tumbas con cruces de piedra, ángeles alados, y fotos de fallecidos en los frontales de los panteones.

El resto, desde el pie de los escalones, la llamaban con la voz ahogada en el cuello, como quien trata de hablar de tal modo que no se despierte el niño recién dormido.

Pero alguien se había adelantado a los jóvenes. Alguien que al ver entrar a la joven se agazapó detrás de un enorme panteón. Alguien que en el preciso momento en el que la joven llegaba a su altura salió de entre las sombras, brúscamente, dando un terrible alarido.

La joven, y tras gritar espeluznantemente y con los ojos abiertos como platos tratando de ver lo que no veía, salió corriendo hacia la puerta del cementerio.

Sus amigos, al oír ambos gritos, salieron a toda velocidad hacia las casas del pueblo, tratando de abandonar lo que, a su entender y en ese momento, creían que era la misma Muerte que salía a su encuentro.

La joven llegó a la puerta del cementerio, corriendo, gritando y ciega de terror. Atravesó la puerta del cementerio y siguió corriendo...pero sus pies no pisaron ninguno de los cinco escalones de la entrada. Su cuerpo volaba. No había nada debajo, nada donde apoyarse. Y su cuerpo cayó...sobre la verja que bordea los cinco escalones de la entrada, quedando ensartada y atravesada por uno de los barrotes que, de tramo en tramo, van conformando la verja.

Sintió un dolor agudo, una falta de aire, los ojos abiertos...sólo tuvo tiempo de ver, a un palmo de sus ojos y mientras quedaba doblada sobre la verja, la gravilla extendida sobre el suelo. Y dejó de sentir dolor.

Era la Noche de Difuntos.