jueves, 27 de diciembre de 2007

Cambiar o no cambiar de moto...

Esta mañana, mientras me dirigía a la oficina de correos a depositar unas postales navideñas para unos amigos me he encontrado con otro amigo motero que estaba en la puerta de su garaje hablando por teléfono.

- Voy a vender la moto -me ha soltado de entrada.

En ese momento llegaba su señora andando y ha oido lo que mi amigo me estaba soltando. Ha sonreído y ha negado con la cabeza.

- Me voy a comprar una GoldWing 1800

- ¡Te vas a comprar una poca leche...¡ -ha dicho su señora.

Esa moto también me gusta a mí lo que pasa es que ahora, tal y como estoy con el tema de la construcción de mi nueva casa y con unos pagos de mil pares de narices, si me meto en esos berenjenales, mi señora me arranca la cabeza de cuajo, la planta en el campo para ver si toma y se queda tan fresca. Y yo no estoy por la labor de perder lo que llevo encima de los hombros.

Con la moto que tengo me sobra y me resobra. Capacidad para llevar bolsas grandes de deporte con ropa para una semana, tiene. Comodidad para piloto y pakete, también. Rápida, potente y segura, tres cuartos de lo mismo...¿qué más quiero? ¿ir por la carretera a 300 km. por hora?. ¡Pues como que no¡.

En eso hemos quedado con mi amigo: en que, de momento, ni vende su moto ni se compra otra...Y si tiene narices que se enfrente a su señora, que es, como todas las señoras, quien manda en casa.

Y ahora, como hace una tarde preciosa, me voy, con el permiso del respetable, a dar una vuelta con mi moto, con esa moto que espero me dure, por lo menos, cuatro o cinco años más...¡¡¡mínimo¡¡¡

Feliz fin de semana.

A veces me acuerdo...

A veces me acuerdo de aquellos días en los que, siendo yo muy niño, me iba, después de cenar en casa con mis padres, a casa de mis abuelos que vivían en la parte alta de Mi Localidad, una casa de esas con una cuadra en el patio donde se alojaban las caballerías, una bodega subterranea donde se hacía y almacenaba el vino, y una cuarto donde se amasaba el pan y donde, en grandes arcones, se guardaban los panes que se hacían y que duraban semanas sin ponerse duros, exactamente igual que ahora, que una simple barra de pan, de un día para otro, se pone dura como el pie de Cristo.

Pues eso, que me iba a casa de mis abuelos y me sentaba en la banca que tenían junto al fuego, al lado de mi abuelo, y me quedaba mirando el juego de las llamas bailando sobre los troncos de leña de olivo mientras mi abuelo, con unas tenazas plateadas y labradas con gráficos en sus mangos, atizaba el fuego de vez en cuando. Mi abuela, mientras, sentada frente al fogón en una sillita baja, hablaba o, como yo, contemplaba el baile del fuego.

El resto de la cocina, con la luz apagada, sólamente recibía el resplandor de las llamas del fogón, y las sombras de nuestros cuerpos apoyándose sobre las paredes de la cocina mientras temblaban al libre capricho del baile del fuego.

Casi siempre acababa yo recostándome sobre el costado derecho de mi abuelo, cansado, adormecido por la calor del fuego y por su visión hipnotizadora.

Sensaciones de niñez que nunca jamás volverán pero que nunca jamás, igualmente, desaparecerán de mi memoria.

Feliz Fin de semana.