sábado, 18 de diciembre de 2010

Tres cervezas

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El joven deambulaba, lentamente y con las manos en los bolsillos de su gabardina, por unas calles estrechas, sucias, llenas de gente perdida; calles póbremente iluminadas a esas horas de la noche con luces rojas, amarillas y verdes, en las entradas de algunos tugurios.

Algunas mujeres, de edad algo mayor la mayoría de ellas y horríblemente pintadas y maquilladas y con faldas apretadas y cortas, entraban y salían de vez en cuando acompañadas por algún atrevido, se metían en una escalera estrecha de la puerta de al lado del bar y desaparecian escaleras arriba.

Los demás se quedaban mirando a la pareja con cierta envidia mientras seguían mirando a todos y a todas, entraban y salían, fumaban, se paraban, hablaban entre ellos y observaban.

El joven se quedó mirando, con la cabeza echada hacia atrás, los carteles de una película que echaban en un antro que algunos llamarían cine, iluminados desde arriba por una repugnante bombilla que arrojaba una supuesta luz blanca.

- Cien pesetas y la cama... -oyó que decía a su lado una voz rasposa, rasposa y ronca, por efecto del vino malo.

El joven se giró a su izquierda para ver, empequeñecida, a una vieja de unos setenta años, mal pintada de rojo, arrugada y con ropas de colores chillones, con unas medias de malla rotas y con un cigarro sujetado entre los dedos de su mano derecha.

- ¿Cómo dices...? -respondió el joven entrecerrando los ojos, mirándola.

- Cien pesetas y la cama.

- ¡¡Venga, hombre...vete por ahí...¡¡

El joven se dio la vuelta y continuó su camino, perdiéndose entre la abundante gente.

En esos días y para que nos hagamos una idea de lo que pedía la vieja prostituta, una cerveza en la barra de un bar costaba treinta pesetas. La vieja le estaba ofreciendo sus servicios sexuales por el importe de unas tres cervezas, aproximadamente, el equivalente ahora a unos cuatro euros y medio. Pongamos cinco.

La vieja abandonó el espacio de la cartelera de cine y, deambulando cansinamente, se fue perdiendo entre la masa de posibles clientes, mirándolos a los ojos, sonriendo, mostrando unos dientes amarillentos y manchados de rojo, mientras ofrecía, de vez en cuando a algún posible amante, sus servicios amorosos por el importe de tres cervezas frescas.